25.12.11

En un estado libre



En un estado libre cuenta con cuatro narraciones, que segun consta en la contrapa, cuentan la historia de personas que buscan la redencion lejos de casa. Como creo que es un tema que me toca de cerca el libro me interesaba y me generaba mucha curiosidad.  En primer lugar, la historia de un criado indio en Washington acompañando a su patrón diplomatico y entre otras cosas descubre el poco valor de la rupias hindues, el trabajo en negro y la posibilidad de la deportacion; después, la de un caribeño de origen indio que está en la cárcel por asesinato; luego, el centro de la narración titulado "En un estado libre" se traslada a África, a un país inventado que se parece a Uganda o Ruanda o algun otro país del africa oriental. Los protagonistas son ingleses, Bobby, un funcionario colonial homosexual y Linda, la esposa de un colega de Bobby que emprenden un viaje juntos desde la capital del país hasta su finca cercana a una ciudad provincial. África y ese pais en particular fue para ellos, hace tiempo, una experiencia liberadora y una forma de redencion, pero ahora los está agriando por momentos y ven como su vida tambalea y las opciones de futuro escasean. Es una época de conflictos tribales, y ellos deben emprender un largo viaje hasta la seguridad de su finca. Pero al fondo de este viaje acecha la amenaza de violencia y hay dialogos que van desde la enfermedad mental de Linda, la homosexualidad de Bobby, las nuevas condiciones políticas del pais con el nuevo regimen. Dialogos por momentos vividos pero un poco aburridos en general. 

Honestamente no la recomiendo y lei cosas mucho mejores de Naipul.

21.12.11

Cesaria Evora



Y entonces ella podía contar historias como la de Paulino y Camuche, que es como, bromeando, llamaba a sus ojos: "Dos hermanos que van juntos a todas partes. Uno es ciego, pero camina; el otro ve bien, pero no puede andar".

Leyendo las necrologicas me entero que cantaba descalza como forma de rebeldía ya que los colonizadores portugueses prohibían caminar por la acera a los caboverdianos que no podían comprarse un par de zapatos.

Over.

Las otras puertas

“Es cierto, cuando lo conocí a Cortázar le pedí cuentos para la revista y él me pidió relatos a mí. En el viaje en el que le mandé ‘Historia para un tal Gaido’ para allá, ‘Continuidad de los parques’ venía para acá, era como si el mismo cuento viajara por el mar de un lado a otro. Después lo hablamos en el ’73 cuando nos encontramos físicamente y a él le parecía totalmente natural que ocurrieran esas cosas. La primera vez que vino a casa, yo escuchaba Radio Nacional y, justo cuando él aparece entrando por la puerta, interrumpen el programa de música clásica y aparece el sonido de un saxo. Cortázar escucha, dice qué linda música y me agradece. El saxo era el de Charlie Parker, pero enseguida tuve que explicarle que, lamentablemente, no se trataba de un deliberado homenaje hacia él, sino que la radio sola se había puesto a tocar Charlie Parker. También tomó este hecho con total naturalidad”, explica Abelardo Castillo, quien dicho sea de paso fue el primero en descubrir que “El perseguidor”, efectivamente hablaba del saxofonista.

Abelardo Castillo, festejando los 50 años de la publicacion de "Las otras puertas", aqui

18.12.11

Cartas a un joven disidente



Medianoche en Maputo.
La Radio Television Portuguesa esta pasando un especial de Cesaria Evora-como la vamos a extrañar- y yo acabo de pedir a M. que nos viene a visitar que me traiga algunos libros de Hitchens, tal vez para releer algunos y con suerte leer los que me faltan. Quiero leer a Hitchens porque te enseña a vivir en libertad y desafiando al poder de turno o las costumbres, tradiciones y lugares comunes que encubren distintas formas de control. Como el post  que subí este mediodia, Hitchens tambien nos enseño a morir con dignidad. En los periodicos se reprodujeron numerosas frases suyas, a me me gustó especialmente una de su libro de memorias, Hitch 22: “No es cierto que jamás debas beber solo. Esos pueden ser los tragos más felices que trasegarás en tu vida”.

Un tipo como Hitch va a hacer mucha falta.
Buen viaje y hasta pronto.


Carta a un joven disidente, por C. H.



En su inquietante librito Minima moralia, Theodor Adorno escribió que sin duda se podía hacer una película artísticamente satisfactoria que cumpliese todas las limitaciones y condiciones impuestas por la Hays Office (el censor de Hollywood de entonces), pero sólo si no existía Hays Office. Siempre he entendido que esta brillante observación gnómica presupone las siguientes dos cosas: primera, que la virtud y el mérito pueden convertirse en lo opuesto si se exigen o imponen. Segunda, no es fiable ninguna descripción o definición de uno mismo. (Un funcionario del sindicato de transportes, a la pregunta durante una vista del Senado sobre si su sindicato era realmente poderoso, respondió reservada pero elegantemente diciendo que ser poderoso era un poco como ser elegante: “Si tienes que decir que lo eres, probablemente no lo eres.”)

A lo largo de nuestra correspondencia, he sido totalmente incapaz de sacudirme de encima una ligera sensación de impostura. Si me defines como una autoridad sobre el radicalismo, quizá seas víctima de una ilusión; si acepto tu invitación sin más, puede que me esté ridiculizando. Un temprano tutor mío en el periodismo radical, el fallecido James Cameron, confesó un día que cada vez que se dirigía a la máquina de escribir pensaba: “Hoy es el día en que van a descubrirme”. (Había sido el gran cronista de la independencia de la India, y cuando murió era el único hombre que había presenciado tres explosiones nucleares.) Cuando sufro esta mismísima aprensión, me consuela pensar que el Papa, la reina y el presidente despiertan todas las mañanas con un lacerante temor parecido. O que, si no es así, merecen que se dude y se desconfíe de ellos más aún, si fuera posible, de lo que yo ya dudo y desconfío de ellos.

O sea que no tengo perorata que hacer ni toque de clarín para cerrar estas páginas. Cuídate de lo irracional, por seductor que sea. Rehúye al “trascendente” y a todo aquel que te invite a subordinarte o aniquilarte. Recela de la compasión; prefiere la dignidad para ti mismo y para los demás. No tengas miedo de que te consideren arrogante o egoísta. Imagina a todos los expertos como si fuesen mamíferos. Nunca seas un espectador de la iniquidad o la estupidez. Busca la discusión y la disputa por sí mismas; la tumba suministrará cantidad de tiempo para el silencio. Sospecha de tus propios motivos y de todas las excusas. No vivas para los demás más de lo que esperases que los otros vivieran para ti.

Te dejaré con unas pocas palabras de George Konrad, el disidente húngaro que conservó su integridad durante unos tiempos crepusculares, y que sobrevivió a sus perseguidores escribiendo Antipolítica y El perdedor, y muchos otros ensayos y ficciones lapidarios. (Cuando, tras la emancipación de su país y su sociedad, fueron a ofrecerle la presidencia, dijo: “No, gracias”.) Escribió esto en 1987, cuando el amanecer parecía muy lejano:

Busca una vida vivida más que una carrera. Refúgiate en el buen gusto, La libertad vivida te compensará de unas cuantas pérdidas... Si no te gusta el estilo ajeno, cultiva el tuyo. Llega a conocer las mañas de la reproducción, sé tu propio editor incluso cuando conversas, y el placer del trabajo llenará tus días. Que así sea contigo, y que conserves la pólvora seca para futuras batallas, y que sepas cuándo y cómo reconocerlas.



El ensayista, periodista y feroz polemista Christopher Hitchens murió el viernes pasado, a los 62 años, después de un cáncer sobre cuyo tratamiento él mismo escribió copiosa, conmovedora y agudamente, retomando uno de los grandes temas que había abordado en sus últimos libros: la religión, la fe, el escepticismo y la figura de Dios. Antes, se había dedicado con igual pasión y espíritu confrontativo a la literatura y a la política. Estas líneas son el cierre del libro Cartas a un joven disidente (2001, edición en castellano por Anagrama), en el que alienta a futuras generaciones en el arte de la disidencia y la rebeldía intelectual, y que puede leerse como credo y legado.


El cáncer y la voz: las verdades no dichas, por Christopher Hitchens



He visto el momento de mi grandeza parpadear
Y he visto al eterno Lacayo tomar mi abrigo y reír por lo bajo
Y, en resumen, tuve miedo.
—T. S. Eliot, “The Love Song of J. Alfred Prufrock.”

(Traducción: Gabriel Pasquini)

Como muchas de las variadas experiencias de la vida, la novedad de un diagnóstico de cáncer maligno tiende a desvanecerse. La cosa comienza a palidecer, se vuelve incluso banal. Uno puede habituarse completamente al espectro del eterno Lacayo, como a un letal y viejo pesado que acecha en el pasillo al fin de la velada, con la esperanza de tener unas palabras. Y no objeto tanto que tome mi abrigo de tan marcada manera: como recordándome en silencio que es tiempo de marcharme. No, es esa risa por lo bajo la que me mata.

De forma mucho más regular, la enfermedad me ofrece un burlón “especial del día” o un sabor del mes. Puede ser dolores y úlceras al azar, en la lengua o en la boca. O ¿por qué no un toque de neuropatía periférica, que incluya pies adormecidos y congelados? La existencia diaria se vuelve una cosa de bebé, medida no en cucharaditas de Prufrock sino en pequeñas dosis de nutrición, acompañadas de los sonidos alentadores de los que miran, o discusiones solemnes sobre las operaciones del sistema digestivo, mantenidas con maternales extraños. En los días menos buenos, me siento como ese chanchito de pata de palo que pertenecía a una familia sádicamente sentimental, que sólo podía soportar comérselo de a un pedazo por vez. Excepto que el cáncer no es tan… considerado.
Lo que produjo más desánimo y alarma de todo, hasta ahora, fue el momento en que mi voz súbitamente se elevó a un aflautado chillido infantil (o, quizás, de chanchito). Luego comenzó a probar todos los registros, de un susurro áspero y ronco a un balido lastimero y como de papel. Y a veces amenazó, y ahora amenaza diariamente, con desaparecer del todo. Había vuelto justo de pronunciar un par de discursos en California, donde con la ayuda de morfina y adrenalina todavía pude “proyectar” con éxito mis sonidos, cuando hice un intento de llamar un taxi fuera de casa –y nada ocurrió. Me quedé paralizado, como un gato tonto que ha perdido abruptamente sus maullidos. Solía ser capaz de detener un taxi de Nueva York a 30 pasos. Podía también, sin la ayuda de un micrófono, llegar a la última fila y la galería de una sala de debates atestada. Y puede que no sea algo para vanagloriarse, pero alguna gente me dice que si su radio o televisión está “en el aire”, incluso en el cuarto contiguo, podrían siempre identificar mi tono y saber que también yo estoy “en el aire”.

Como la salud misma, la pérdida de algo semejante no puede ser imaginado hasta que ocurre. Como todo el mundo, he jugado a versiones del juvenil “¿Qué preferirías más?”, en el que más usualmente se debate si es más opresiva la ceguera o la sordera. Pero no recuerdo haber especulado nunca con quedar mudo (En el habla norteamericana, decir “Realmente odiaría ser dumb” [NdT: “Dumb” es “mudo”, pero también “bobo”] podría, en cualquier caso, causar otra risa por lo bajo). La privación de la capacidad de hablar es más como un ataque de impotencia o la amputación de una parte de la personalidad. En gran medida, en público y en privado, yo “era” mi voz. Todos los rituales y etiquetas de la conversación, desde aclarar la garganta en preparación del relato de un chiste extremadamente largo y exigente (en tiempos más jóvenes) para intentar que mis propuestas fueran más persuasivas, mientras hundía el tono en un estratégico octavo de vergüenza, eran innatos y esenciales para mí. Nunca he sido capaz de cantar, pero podía recitar poesía y citar prosa e, incluso, a veces, se me pedía que lo hiciera. Y el timing es todo: el momento exquisito en que uno puede cortar y coronar una historia, o dar vuelta una frase para causar risa, o ridiculizar a un oponente. Vivía para momentos como esos. Ahora, si quiero entrar en la conversación, tengo que atraer la atención de algún otro modo y vivir con la horrible realidad de que la gente me escucha “con simpatía”. Al menos no tienen que prestar atención mucho tiempo: no puedo sostenerlo y, en cualquier caso, no puedo soportarlo.
Cuando uno se enferma, la gente te envía CDs. A menudo, en mi experiencia, son de Leonard Cohen. Así que he aprendido recientemente una canción titulada “If It Be Your Will” (Si Fuera Tu Voluntad). Es un poco dulzona, pero es interpretada bellamente y comienza así:

If it be your will,
That I speak no more:
And my voice be still,
As it was before …
(Si fuera tu voluntad/ Que yo no hable más/ Y mi voz fuera todavía/ Como fue alguna vez…)

He descubierto que es mejor no escuchar esto tarde por la noche. Leonard Cohen es inimaginable sin, e inseparable de, su voz (Ahora dudo que puedan convencerme o pueda soportar oír esa canción interpretada por cualquier otro). De alguno modo, me digo, me las puedo arreglar comunicándome sólo por escrito. Pero esto es en verdad sólo por mi edad. Si me hubieran robado la voz antes, dudo que podría haber logrado mucho en la escritura. Tengo una enorme deuda con Simon Hoggart de The Guardian (hijo del autor de The Uses of Literacy [Los Usos del Alfabetismo]), quien hace unos 35 años me informó que un artículo mío estaba bien argumentado pero de un modo aburrido, y me aconsejó vivamente que escribiera “más como hablás”. Entonces, quedé casi sin habla por la acusación de ser aburrido y nunca le agradecí apropiadamente, pero con el tiempo comprendí que mi miedo a la autoindulgencia y al pronombre personal era una forma específica de indulgencia.

Más tarde solía abrir mis clases de escritura diciendo que cualquiera que pudiera hablar podía también escribir. Habiéndolos animado con esta escalera fácil de trepar, la sustituía luego con una enorme y odiosa serpiente: “¿Cuánta gente en esta clase, dirían ustedes, puede hablar? Quiero decir, realmente hablar”.  Eso tenía su debido efecto hiriente. Les decía que leyeran toda composición en voz alta, preferentemente a un amigo en que confiaran. Las reglas son bastante similares: Evite los cliché (como a la peste, según solía decir William Safire) y las repeticiones. No digas que, cuando niño, tu abuela solía leerte, a menos que en ese periodo de su vida, ella fuera realmente un niño, en cuyo caso probablemente desperdiciaste una mejor introducción. Si algo vale la pena de ser oído o escuchado, es muy probable que valga la pena leerlo. Así que, sobre todo: Encuentre su propia voz.

El cumplido más satisfactorio que un lector puede hacerme es decirme que él o ella sienten que me dirijo a ellos en forma personal. Piensen en sus autores favoritos y vean si no es ésta precisamente una de las cosas que los atrapan, a menudo sin advertirlo al principio. Una buena conversación es el único equivalente humano: darse cuenta de que se han señalado y entendido algunos argumentos decentes, de que había ironía y elaboración, y de que un comentario sin brillo u obvio sería casi físicamente hiriente. Es así que evolucionó la filosofía desde el symposium, antes de que fuera escrita. Y la poesía comenzó con la voz como su único intérprete y el oído como su único registro. En verdad, tampoco conozco a ningún buen escritor que fuera sordo. ¿Cómo podría uno llegar a apreciar, aún con el inteligente sistema de señas del buen Abad de l’Épée, las minúsculas punzadas y los éxtasis de matiz que imparte una voz bien afinada? Henry James y Joseph Conrad dictaron literalmente sus novelas tardías—lo que debe contarse como uno de los mayores logros vocales de todos los tiempos, aún si podrían haberse beneficiado al escuchar los pasajes que les eran leídos de vuelta— y Saul Bellow dictó buena parte de Humboldt’s Gift (El Legado de Humboldt).  Sin nuestro correspondido sentimiento por el idiolecto, la marca del modo en que un individuo realmente habla, y por tanto escribe, seríamos privados de todo un continente de simpatía humana y de sus placeres menores como la mímica y la parodia.

Más solemnemente: “Todo lo que tengo es una voz”, escribió W. H. Auden en “September 1, 1939”, su agónico intento de comprender y oponerse al triunfo del mal radical. “¿Quién puede hacerse oír por los sordos?”, preguntaba con desesperación. “¿Quién puede hablar por los mudos?”. Alrededor de la misma época, la futura Nobel judeoalemana Nelly Sachs descubrió que la aparición de Hitler la había dejado literalmente sin habla: le había robado su propia voz por la tajante negación de todos sus valores. Nuestro propio idioma de todos los días preserva la idea, sin importar cuán tenuemente: cuando un servidor público devoto muere, los obituarios a menudo dicen que era “una voz” para los sin voz.

De la garganta humana también pueden emerger terribles pesadillas: vociferantes, machacantes, quejosas, aullantes, incitantes (“la más ventosa basura militante”, como la formuló Auden en el mismo poema) e incluso riendo por lo bajo. Es la oportunidad de entonar todavía –pequeñas voces contra ese torrente de balbuceos y ruido—las voces de la inteligencia y el entendimiento lo que uno anhela. Los mejores recuerdos de sabiduría y amistad, de la “Apología” de Sócrates por Platón a la Vida de Johnson por Boswell, resuenan con los momentos hablados, no escritos, de interacción y razón y especulación. Es en conexiones como estas, en la competencia y la comparación con otros, que uno puede aspirar a dar con la elusiva y mágica mot juste. Para mí, recordar amistades es recordar aquellas conversaciones que parecía un pecado acabar: aquellas que hacían del sacrificio del día siguiente algo trivial. Esa es la forma en que Calímaco eligió recordar a su amado Heráclito:

Alguien contó, Heráclito, tu aciaga muerte, y me hizo llorar
al recordar cuántas veces ambos
tomamos el sol charlando. Tú,
mi amigo de Halicarnaso, hace tiempo eres ceniza.
En verdad, fundamenta el reclamo de inmortalidad de su amigo en la dulzura de su tono:
Mas siguen vivos, como ruiseñores, tus cantos, a los que el Hades,
que de todo hace rapiña, no impondrá sus manos.
Quizás demasiado edificante ese último verso…

En la literatura médica, la “cuerda” vocal es un mero “doblez”, una pieza de cartílago que se esfuerza por alcanzar y tocar a su melliza, produciendo así la posibilidad de efectos sonoros. Pero siento que debe haber una relación profunda con la palabra “cuerda”: la resonante vibración que puede despertar la memoria, producir música, evocar el amor, causar lágrimas, conmover a multitudes a la pena y a las muchedumbres a la pasión. Puede que no seamos, como solíamos vanagloriarnos, los únicos animales capaces de hablar. Pero somos los únicos que podemos desplegar una comunicación vocal por meros placer y recreación, combinándola con nuestras otras vanaglorias, razón y humor, para generar más altas síntesis. Perder esta capacidad es estar privado de un completo rango de facultades: es, con toda seguridad, morir más que un poco.

Mi principal Consuelo en estos años de vivir muriendo ha sido la presencia de amigos. Ya no puedo comer o beber por placer, así que cuando ofrecen venir es sólo por la bendita oportunidad de hablar. Algunos de estos camaradas pueden fácilmente llenar una sala de espectadores ávidos de escucharlos: son charlistas con los cuales es un privilegio sólo mantener el paso. Ahora, al menos puedo escuchar gratis. ¿Puede venir y verme? Sí, pero sólo de un modo. Así que ahora, cada día, voy a la sala de espera y veo las horribles noticias de Japón en la televisión por cable (a menudo con subtítulos, sólo para torturarme) y espero impacientemente que una alta dosis de protones sea disparada adentro de mi cuerpo a dos tercios de la velocidad de la luz. ¿Qué espero? Si no una cura, una remisión. ¿Y qué quiero recuperar? En la más bella aposición de dos de las palabras más simples de nuestro lenguaje: la libertad de expresión.
Aquí, versión original de este artículo, en inglés.

13.12.11

terça-feira

Hoy es martes.
Me fuí del trabajo sin terminar todo lo que queria terminar y sigo en internet sin responder todos los emails que tengo que responder. Hoy tambien quisimos comprar un arbol de navidad y Emilio no comió casi nada. Leí una muy buena nota de Hemingway y un nueva biografia en "Frontera D" titulada "La mejor vida jamas vista"



“Algunas veces imagino que escribir una novela es como salir a pescar en alta mar. En la jornada de una vida, Flaubert pescó un pescado grande llamado Emma Bovary, un pescado mediano llamado La Educacion Sentimental, y un neumático viejo llamado Salambó. Tolstoi pescó el pescado más grande de todos los tiempos. Melvin pensó que había atrapado una ballena. Cuando voy a pescar pienso en eso y luego comienzo a escribir una novela…”

  Carta a Maxwell Perkins, 1940

9.12.11

Casa de citas



“El otro día fui a la ferretería a comprar un par de tuercas flotantes para reparar mi bote. No sabía la diferencia entre una tuerca flotante y una cautiva, ¿la sabías tú? Una tuerca flotante se caracteriza por tener movimiento radial, lateral, o ambos. Una tuerca cautiva se fija de manera permanente y es resistente al barrido. Esto yo no lo sabía, me lo explicó el ferretero, un hombre sencillo, no como esos escritores de Nueva York. Pienso que así deben ser las frases que usamos en nuestros libros. Debemos comprender su uso y su fin. La frase debe resistir a la memoria cuando es importante, o, por el contrario, debe ser flexible para manejar transiciones. La frase verdadera es todo esto al mismo tiempo… Guerra y Paz es el mejor libro que conozco, Scott, imagínate qué libro habría sido si lo hubiera escrito el ferretero.”


Carta a Scott Fitzgerald, 1925.

8.12.11

Unwatchable




¿Es legítimo que organizaciones no gubernamentales lleven a cabo acciones publicitarias de alto impacto emocional para lograr sus objetivos, por loables que éstos sean ? Un debate que vuelve por estos dias con una ONG inglesa llamada Save the Congo formada en su mayoría por congoleños residentes en Reino Unido que, principalmente, se dedica a campañas de concientización e incidencia política con el objetivo último de que mejore el cumplimiento de los derechos humanos en su país. Save the Congo logró reunir a un muy selecto grupo de artistas de la industria audiovisual para crear Unwatchable, un corto que muestra fielmente lo que pasa en el Congo pero ambientada en Inglaterra.

El corto se desarrolla en una idílica campiña inglesa, en Cotswolds, sur de Inglaterra. Una familia feliz. El marido lava el coche frente a la casa, la esposa en la cocina, la hija adolescente llega del colegio, la niña pequeña juega en el jardín. De pronto, caen bengalas del cielo, arrojadas desde un helicóptero con combatientes que, como ellos, parecen ingleses. Irrumpen en la casa, y violan repetidamente a la hija adolescente sobre la mesa de la cocina mientras obligan al padre a observarlo todo. Después arrastran al padre fuera, lo matan de un tiro, le arrancan los genitales y se los obligan a comer a su mujer. Al menos parece que la niña pequeña logra escapar.

Unwatchable está basado en la historia de Masika, una mujer que tras haber sido víctima de atrocidades aún peores a las que narra el filme (ella lo recuerda bien: fue el 29 de octubre de 1999, a eso de las 5 de la mañana), ha consagrado su vida a trabajar dando apoyo a víctimas de violaciones.

Después de los brutales cinco minutos de película, se te pide que firmes una petición a la Unión Europea para que tome medidas concretas para que las compañías que comercien con minerales de la zona de los Grandes Lagos de África publiquen detalladamente sus cadenas de suministro y respeten los procedimientos obligatorios de la ONU y la OCDE. También se urge a que la UE se comprometa a tomar medidas “rápidas y severas” si cualquiera de las partes rompe los acuerdos de paz o instiga a la violencia masiva. “Durante mucho tiempo, la UE ha visto a los escuadrones de la muerte violar, saquear y cometer graves crímenes contra la humanidad, respondiendo sólo con palabras de condena”, reza la petición. No es una petición revolucionaria: sólo se exige el cumplimiento de la legalidad.

Con esta modalidad poco ortodoxa, Save the Congo pretende llamar la atención sobre un conflicto que no ha merecido demasiada atención de los medios occidentales pese a ser el más devastador desde la Segunda Guerra Mundial, con la muerte de unas 5 millones y medio de personas desde 1998, y en el que la utilización de la violación como arma de guerra es el denominador común de las diferentes facciones que luchan por el control de las zonas de extracción de estos minerales.

El debate continua: efectismo o efectividad. Vean el corto y decidan si firman la peticion y divulgan el mensaje.

 
 


5.12.11

1.12.11

Dia mundial del SIDA


El proyecto parte de la realidad cotidiana de las personas con VIH/sida en África, la vida en positivo de quienes tienen acceso a tratamiento y la importancia de los programas de prevención de la transmisión materno-infantil, al tiempo que alerta sobre las consecuencias que ya está teniendo en miles de pacientes la escasez de fondos internacionales.

Que sea éste.


La semana pasada termine de leer esta maravillosa crónica y aun estoy movilizado. Generalmente me gusta reseniar o al menos tratar de contar en algunas lineas de que va la cosa en el libro pero mejor les dejo la resenia de Juan Forn en la revista "El malpensante" que creo que esta muy bien. Esta memoria vale mucho la pena y los 85 pesitos que cuesta.

"...Un hombre cualquiera, al que vamos a llamar Emmanuel Carrère, está de vacaciones en un hotel en las playas de Sri Lanka, con su mujer y su hijo, cuando sobreviene el terrible tsunami de 2004. Los tres salen ilesos, pero una joven pareja que se les sentaba a la mesa de al lado en cada comida pierde a su pequeña hija. El hotel y la zona quedan aislados. Todo es atroz. Hay cientos de muertos y los vivos los tienen en sus caras. La pareja que perdió a su hija es francesa, como Carrère y su mujer; la nena muerta tenía casi la misma edad que el hijo de la mujer de Carrère. Casi sin conocerse, las dos parejas pasan a ser familia, en la aciaga tarea de recuperar el cadáver y dar sostén y acompañar en el dolor. Están tan íntimamente próximas y tan radicalmente distanciadas como es posible estarlo: una pareja salió ilesa, a la otra le pasó lo peor. En determinado momento, en una caótica sala de hospital, mientras esperan por el cadáver de la niña, asisten al encuentro de una mujer con el esposo que creía muerto. La sala entera queda en silencio contemplando cómo ese hombre y esa mujer se tocan el rostro y se miran atónitos a los ojos y lloran. Incluso la pareja que ha perdido a su hija se queda contemplando la escena, por un instante idos de su terrible realidad. Cuando Carrère y su mujer se echan a descansar por primera vez, horas antes de abordar el avión que los devuelva a Francia, lo único que puede pensar él, como un mantra protector, es un anhelo desesperado: que un día esa mujer a la que abraza sea vieja, y él también, y siga queriéndola. Que sigan vivos, que sigan juntos, como en esa cama, en ese momento.

Dos meses después, ya en París, la mujer de Carrère recibe la noticia de que su hermana menor tiene cáncer, y es fulminante y sin esperanzas. La hermana tiene 38 años, marido y tres hijas pequeñas. Es jueza en una pequeña ciudad de provincia. Es, además, feliz. A los quince años zafó del primer zarpazo del cáncer, pero ese zarpazo le llevó una pierna.
Eso definió su vida. Se hundió en los libros de derecho, creyó que no tenía posibilidad de ser feliz hasta que apareció alguien que no la quería porque fuera lisiada ni a pesar de que fuera lisiada: simplemente la quería. El derecho y ese hombre que le dio tres hijas son la vida de ella. Una vida pequeña, burguesa, de provincia, que acaba de entrar en brutal y acelerada cuenta regresiva. Los médicos le han explicado cómo será. La joven jueza encara su muerte con la parsimonia con que encaró cada juicio que le tocó presidir. Carrère y su mujer asisten a ese rito de despedida: llegan para verla despedirse paso a paso de sus pequeñas hijas y morir abrazada por el hombre que la amó totalmente (a quien ella le pide: “Diles que luché, que hice todo lo que pude para no dejarlas”).

Carrère tuvo delante, en breves meses, las dos cosas que más miedo dan en este mundo: la muerte de una hija pequeña para sus padres y la muerte de una mujer joven para su marido y sus hijos. “La vida me hizo testigo de esas desgracias una tras otra y me encomendó, o al menos así lo he entendido, dar testimonio de ello”. ¿Por qué dice eso Carrère? Porque, después del entierro de la jueza, conoce a un colega de la difunta, un hombre que es de la edad de ella y es juez como ella, y está felizmente casado y tiene hijos pequeños como ella, y es lisiado y víctima del cáncer como ella: ese hombre convoca a la familia para explicarle qué clase de juez fue la jueza y cómo fue la vida para ella, tal como se la confesó a la única persona en el mundo a quien podía contarle todo sin temer despertar lástima, compasión. La manera en que ese hombre les habla “no era serenidad, ni sabiduría, ni dominio de sí mismo, sino una forma de apoyarse en su miedo y desplegarlo. Era todo lo que siendo él no era él: lo que lo superaba, lo inspiraba, lo maltrataba y lo salvaba, y a lo que poco a poco había aprendido a dejar actuar”.

Hay experiencias que nos enseñan algo inequívocamente. Incluso la vecindad con ciertas experiencias puede enseñarnos algo inequívocamente. Es asombroso que eso pueda ocurrir a través de la palabra. Eso es lo que siente Carrère cuando lo ve ocurrir delante de sus ojos, en las palabras de ese joven juez lisiado. Porque ese hombre que mira a la muerte de frente habla como debería hablar la literatura, como alguna vez habló. Así intenta Carrère que hable el libro que escribe, un libro que en francés se llamó De otras vidas que la mía (en castellano se llama, más escuetamente, De vidas ajenas). Viene la desgracia y pasa su guadaña y qué queda. Hay una escena en el libro en que la jueza lisiada entra por primera vez en la oficina del juez lisiado. Al verla, éste se sonríe y se alza de su escritorio con sus muletas, para que las vea la mujer en muletas que tiene enfrente. Carrère dice: “Se reconocieron al instante”. Yo creo hace mucho en las hermandades que produce la desgracia: el nivel de comunicación casi absoluta que se da de pronto entre hermanos de desgracia. Carrère encuentra nombre a lo que estuvo asistiendo, a través de las palabras de aquel juez. Se reconoce al instante, como se reconocieron esos dos jueces. Se siente adentro de la escena, como todos aquellos que miraban a la pareja reencontrada en aquel hospital de Sri Lanka, como la familia de su mujer mirando a la jueza decir a su marido, poco antes de partir por última vez al hospital, cuando la hija menor, que es un bebé, pide que la alce la madre: “No tiene que acostumbrarse a mí porque después me echará más en falta”.

Hay ciertos libros capaces de producir lo mismo que nos hacen la desgracia, la enfermedad, la muerte, cuando nos pasa cerca, cuando nos semblantean. En ambos casos hacen que nos importe más lo que nos asemeja a las demás personas que lo que nos distingue de ellas. Quizá sea imposible vivir ahí siempre, o incluso estar ahí seguido, pero cuando ocurre es estremecedor, nos queda grabado en el adn. Lo que nos asemeja a los demás por encima de lo que nos distingue de ellos. Lo que aprendemos entre todos es lo más valioso que se puede aprender, porque no lo sabemos solos: sabemos que otro lo sabe también. Carrère logra que esa ceremonia ocurra en su libro. El juez, la jueza, su viudo con tres hijas pequeñas, la pareja que perdió a su hijita, el aleteo de esa mariposa negra que es la desgracia, y nosotros, los demás. Hay otras vidas que no son la nuestra. Si van a leer un solo libro este año, que sea éste...."